La importancia de los tonos
Un fragmento del libro de Mario Satz Tal Orot- Dichos, sueños y pensamientos de Lo Iadúa, el Rabí desconocido. Un enfoque multicultural a algunos de los aspectos más interesantes de la interiorización.
164- “¿Has oído hablar de Shou Lao?”, le respondió el viejo monje al que le preguntó la razón de que tal fruto señalara semejante don. “Hoy lo llaman el dios de la longevidad, pero en realidad fue un médico que, intentando salvar a su hijo más joven de una gravísima enfermedad y desesperando por no hallar el remedio adecuado, viajó a los Jardines de Wang Mu, en donde -se dice- crece el melocotonero de la larga vida, que florece cada tres mil años, transmite salud visual a quien lo contempla y conforta y cura a quien come uno solo de sus frutos”.
Caminaban, Hao Chi el calígrafo y el viejo monje, por una senda de grava que acababa en una montaña cortada a pique sobre el abismo. Era invierno, el aire tenía un color azul humo y el cielo se ocultaba tras las gasas de la niebla.
-Pero el médico -quiso saber Hao Chi-, ¿halló el árbol, curó a su hijo?
-Verás -suspiró el monje-. Al llegar a los jardines había tantos melocotoneros y todos eran tan sencillos y normales, que el médico desesperó de poder encontrar aquel que sólo florecía cada tres mil años, aquel cuya savia, sabor y madera, además de la belleza de sus hojas, concedía un bienestar prolongado. Era un hombre bastante guapo. Su frondosa cabellera, de la que estaba por cierto orgulloso, le cubría los hombros, aunque en aquella ocasión la llevaba anudada en una trenza que tocaba el suelo.
-¿Y? -preguntó ansioso el joven, mirando el abismo para que el monje no detectase su nerviosismo y arreglándose, en un rápido movimiento, su propia y negra coleta.
-Ocurrió que al pasar entre dos árboles -dijo el monje- muy tupidos, y habiendo estirado la mano para arrancar un fruto, la trenza se le enganchó en una rama. El médico intentó zafarse, y mientras lo hacía el melocotonero íntegro sonó como si estuviera animado por cien campanillas estelares, y aunque era de día se puso a brillar y fosforecer hasta que, por fin, el árbol del elixir de la larga vida, pues de él se trataba, le preguntó a qué había venido.
-Le hablaría de la curación de su hijo, supongo -interrumpió Hao Chi.
-Desde luego -sonrió el monje mirando al calígrafo-; ya lo sabes: favor con favor se paga. El melocotonero le concedió un poco de la savia de la salud a cambio de su propia cabellera y de la primera barba de su hijo. Solicitud a la que, en un abrir y cerrar de ojos, el médico accedió. Pero entonces -prosiguió el monje- una mano misteriosa hecha de hojas verdes y de nudos transparentes, en un mismo segundo lo introdujo debajo de la corteza haciéndolo viajar por los colores de las cuatro estaciones y por el aire del sueño, el calor de la vigilia y las tumbas de las raíces, el cruce de las especies y su irremediable soledad, para acabar transformándolo en un viejecito calvo y cabezón, el cual, y viendo en qué se había convertido, no atinó a decir sino fu.
-¡El ideograma que desde años -dijo el joven- grabo en los huesos de las frutas! El signo de la felicidad y la fortuna.
-Quizás -dijo el monje-, porque lo cierto es que fu, con una ligera variación de tono puede ser “no” o puede significar “adulto”, “viejo”, y si acaso se pronuncia con los labios muy cerrados también puede aludir a la desgracia o el infortunio.
-Santo cielo -dijo el joven, angustiado. Y para demostrar que no lo estaba tanto cogió una piedra pequeña y la arrojó al abismo.
-El médico -prosiguió el monje-, contento naturalmente con el remedio, volvió a su casa y curó a su hijo, que en un principio no lo reconoció, tanto había envejecido y tan rosada y notable se había vuelto su calva. Como ya había entregado su cabellera al árbol, que desde entonces la usa para tejer sus hojas más oscuras, esperó a que su hijo llegara a la adolescencia para llevarle su primer vello, que, como habrás visto, heredan hoy los redondos y sabrosos frutos del melocotonero.
-Pero, ¿se supo alguna vez el tono en que dijo fu? -indagó el joven, temiendo que aquello que desde hace tantos años grababa en los huesos frutales fuera un mero error fonético, un signo falso, un deseo de calamidad en lugar de un voto de bienestar.
-Eso no tiene la menor importancia -contestó el monje, acariciando la cabeza del muchacho-, pues fu también quiere decir consuelo, y yo te he contado esta historia al borde del abismo porque nuestra vida, para no caer, depende del tono de nuestro lenguaje más que de las palabras que lo componen, de modo que, si tu voz es la adecuada, también será adecuada la elección de tus actos.
-Cualquiera sabe qué tono emplear -rezongó ligeramente Hao Chi-. De entre los ocho existentes, el más mínimo desvío fonético de uno a otro puede llevarte al cielo o al infierno.
-Es muy sencillo -sonrió el monje taoísta-. Hay cuatro estaciones, dos solsticios y dos equinoccios. Ocho caras y un solo tiempo. Respeta sus máscaras y no ocultes nunca tu rostro. La longevidad es una maravilla si uno se siente joven por dentro, pero ser niño o joven es un desastre si uno se siente más viejo e indiferente que las piedras.
Mario Satz. Tal Orot- Dichos, sueños y pensamientos de Lo Iadúa, el Rabí desconocido. Miraguano Ediciones. Madrid. 2012
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