Nosotros somos Gejia

20040706

Ya nadie sabe por que viaja. La movilidad se ha convertido en característica de nuestras vidas. El desapego y el cambio continuo nos han acostumbrado a convertir en hogar la cama que nos alberga una noche. Nuestro mundo, por otra parte, se reproduce con tan gran precisión en todos los rincones del planeta, que da lo mismo viajar o no. Sólo encontramos lo que ya dejamos, y a la vez lo que esperamos encontrar.

Estoy en el ecuador de este viaje. En realidad no he venido a la provincia de Guizhou a conocer la provincia más pobre de China, ni a hacer unas cuantas fotos de las variopintas minorías, ni siquiera a aprovisionarme como es debido de libros referentes a las mismas. Si algo me ha empujado a elegir Guizhou como destino de este viaje, fue la existencia de los Gejia.

La primera noticia de ellos la tuve a través de una revista de viajes, hace unos meses. En el reportaje, ilustrado con magníficas fotos llenas de colorido, se les presenta como una rama de los Miao y a la vez un pueblo diferente. A lo largo del texto se les intentaba encuadrar en una definición de la que se convertían en continua excepción. Textos leídos posteriormente conservan la misma ambigüedad, una ambigüedad que para el lector ya viejo que soy, educado en medio de censuras y subterfugios, no podía más que tener un significado: que nos encontrábamos ante uno de estos pueblos que los antropólogos no saben muy bien donde encuadrar y los políticos prefieren ignorar.

Tomé el autobús desde Kaili. Un corto viaje de media hora a través de cerros no muy empinados me dejó junto al Monte de la Tragedia, donde los últimos resistentes a la gran rebelión de los Miao acaecida durante la segunda mitad del siglo XIX, sucumbieron ante las tropas imperiales. No hace falta leer más libros, sólo la política del terror, desatada para doblegarles, acabó por tener éxito, sino, su reino montaraz habría seguido vivo hasta nuestros días.

Frente al monte, un arco de madera como pórtico, como bienvenida, y un camino embarrado ante mis ojos. Le recorrí bajo una lluvia suave, a los 30 minutos una aldea, acostada en la ladera de un monte bajo, respiraba vida por sus humeantes chimeneas. Al cruzar un arroyo me crucé con una mujer, me saludó amable, cuando le devolví el saludo en chino, me preguntó: "¿Quieres comprar telas?". "No, gracias, sólo quiero echar un vistazo". "Vosotros sois Gejia ¿verdad?" "Sí, toda la aldea es Gejia".

En cuanto llegué a las primeras casas, me llamaron unas mujeres. Acepté su invitación. Pasé a su morada. Mientras una me sonreía amable, la otra extendía frente a mí un amplio muestrario de telas y bordados. "No quiero comprar telas" me disculpé. No importa, siéntate un rato. "¿Aquí sois Miao?" Continué, jugando el papel inverso. "No, no, nosotros no somos Miao, somos Gejia:" "Pero Miao y Gejia. Todo es lo mismo. ¿No?" "¿Cómo que es lo mismo? Esta ropa no es Miao, sino Gejia, nuestros tocados son diferentes, como lo son nuestros bailes y canciones." "Bueno, vale. De acuerdo, sois Gejia"

Visité varias casas charlando con los habitantes de la aldea. Muchas de ellas estaban siendo reconstruidas, actividad a la que se dedican principalmente en invierno, cuando los campos requieren menos cuidados. En todas partes escuché la misma respuesta. Pronto la noticia de mi presencia se fue extendiendo entre los pobladores de la aldea, y no tardó en salir a mi encuentro un hombre de edad madura. Sin subterfugios le planteé el problema que me surgía respecto a la identidad de su pueblo, con todo detalle me explicó cuantas características les diferenciaban plenamente de sus vecinos, y la pequeña batalla que estaban realizando para conseguir ser reconocidos como tales, entregándome un folleto con la propuesta de un condado autónomo para su región.

Volví al camino, reconfortado por su té y su conversación, intentando entender por que se negaba la identidad, la razón del propio ser a pueblos que en ningún caso podían ser una amenaza a la integridad territorial china, y que sólo se esforzaban por mantener viva su cultura y tradiciones, su ser como tal. Luego, en la soledad, bajo la lluvia, pensé que tal vez fuera víctima de unos cuantos avispados, que espoleados por las ganancias que promete el turismo, se esforzaban en reclamar una identidad ajena a ellos.

Al llegar a la carretera decidí adentrarme más en la región Gejia. Enseguida me crucé con los niños que volvían del colegio. Vestían chándal, como todos en China, y algunos me saludaron con un "Hello" en inglés.

Haciéndome el despistado les pregunté: "¿Vosotros sois Miao, no?" "No, Gejia, somos Gejia", dijeron los más cercanos a mí. Su palabra se extendió entre los otros, y pronto la carretera, y la montaña entera se llenó de un eco "Gejia, Gejia" que aún no puedo olvidar.

Salí de la carretera entre el recuerdo de los chavales. Seguí un camino estrecho, más lluvia y más barro fueron mi compañía. Crucé dos montañas y un río, mi horizonte sólo eran las montañas sin fin, y el cielo gris eterno de este Guizhou. A lo lejos distinguí una aldea. No tardé mucho en alcanzar sus primeras casas. Enseguida me encontré a una joven con el hijo a cuestas charlando con su padre. Les saludé. Por entrar en conversación les pregunté. "¿Es esto Majiang?" la primera aldea. "No, no. Usted se ha perdido, tiene que cruzar por allí el río, atravesar ese pequeño bosque, y enseguida la verá. También puede volver a la carretera." Mientras simulaba evaluar las posibilidades de alcanzar Majiang me invitaron a entrar, y a compartir la humilde colación que se disponían a tomar.

Nadie me ofreció telas, sino arroz y verduras, que devoré con verdadero placer, el calor de su hogar e indicaciones sobre mi camino. Vestían como la gente de Majiang, y antes de despedirme para siempre les pregunté si eran Miaos. "No, no, somos Gejia" contestaron.

"Por aquí todos somos Gejia"


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